La Iglesia nos dirige estas palabras durante el sacrificio de la Misa, en el momento en que va a comenzar la plegaria eucarística.
Y si la Misa es un sacrificio, también lo es la vida, y este sacrificio es sin interrupción.
Si para asistir dignamente a los sagrados misterios debemos desprender el corazón de los afectos terrenales y levantarlo a regiones superiores; de la misma manera, para acabar santamente el sacrificio de la existencia, necesitamos elevar nuestros corazones a lo alto y repetir a menudo: ¡Levantemos el corazón!
Aquí abajo no hay sino tentaciones, trabajos, pruebas, sufrimientos y lágrimas. Si quedamos encerrados en este triste horizonte, con mucha frecuencia se rendirá nuestro corazón.
Pero si caminando a través de las sombras y dolores del destierro, hemos hechos del “levantemos el corazón” nuestro grito de guerra y de victoria, todo cambiará.
No nos desalentemos pues, humildes peregrinos de la eternidad; atravesamos gozosamente este árido desierto; hagamos frente a todas las decepciones, a todos los disgustos, a todas las tribulaciones.
Levantemos el corazón, subamos sobre todo lo que se agita en la tierra, sobre lo que nos turba, nos hiere, nos humilla y nos desconcierta.
Levantemos el corazón, y sentiremos menos las punzadas de la crítica, las mordeduras de la envidia, los dardos envenenados de la calumnia.