Decio, en las persecuciones ya expuestas el día anterior, ordenó que la brutalidad del aparato represor del Imperio cayera de repente sobre la Iglesia, provocando mártires en muchos lugares del Imperio y suscitando una crisis muy grave en la vida de los cristianos.
Además, en la persecución de Valeriano, los sacerdotes y los cristianos de clase alta fueron despojados de todos sus bienes, que pasaron a alimentar las arcas del estado.
La persecución de Diocleciano, empeñado en borrar el cristianismo del Imperio y librarse así de una superstición que le estaba quitando su fuerza (el culto a los dioses) y el fundamento de su autoridad (la divinización del emperador), fue el mayor golpe del Imperio a los cristianos. Los templos fueron derribados, los libros sagrados confiscados y destruidos, el culto cristiano fue perseguido hasta convertirlo en clandestino, y los cristianos de relevancia fueron condenados a la “infamia” (la pérdida del honor) y a la confiscación.
Esta persecución, que sería la última del Imperio, fue alimentada en la parte occidental por Constancio Cloro y Maximiano, aunque de forma más leve, pues Constancio, padre de Constantino, era partidario de la tolerancia con los cristianos.
La persecución reservaba su rostro más brutal para la parte oriental, donde Galerio y Maximino Daza la mantendrían varios años.
SEGUIREMOS…