Aceptar las pruebas de cada día es una buena penitencia.
Lo queramos o no, a todos nos llega la hora de sufrir, porque el pecado de Adán tiene consecuencias para nosotros y, además, nosotros añadimos nuestras faltas personales y diarias.
Cuando esta convicción arraigue en nuestro espíritu, habremos dado ya un paso considerable en los caminos de la penitencia. Preparados así al sufrimiento, le acogeremos mejor y lucharemos con más valor.
La aceptación de las penas de la vida, bajo cualquier forma que se presenten, son el mejor acto de penitencia que podemos ofrecer a la divina justicia por el rescate de nuestros pecados.
Jesucristo quiere que, a ejemplo suyo, y no por obligación impuesta, sino por amor, aceptemos todas las penas, dificultades, sufrimientos y contradicciones que la Providencia permitirá para nosotros.
Algunas veces nos cansaremos, porque es duro sufrir siempre, ver malinterpretadas las mejores acciones, no tener éxito en los proyectos, ver sufrir a nuestros seres queridos, o sufrir nosotros por su causa.
Con todo esto, Dios quiere que vuelvas a recupera tu primer fervor.
El Señor nos enseña no solo a no murmurar, sino a aceptar con amor, a transformar, a divinizar ese amargo dolor.