Hacerse como niños.
Volvernos niños en el espíritu y el corazón, las palabras, los deseos y los afectos; bajarnos en vez de subir; despojarnos de nuestra personalidad en vez de vivir a nuestro antojo; someternos a la voluntad ajena renunciando a imponer; empequeñeciendo la vida en lugar de ensalzarla, es humillante a los ojos del mundo.
Jesús nos propone este modelo.
Hacerse pequeño a los ojos de Dios; pequeño a los ojos de los hombres; pequeño a los propios ojos.
Ahí se ve el dominio sobre uno mismo. Se halla la paz. El niño no prevé nada, no se inquieta por nada, a nada se apega sino a su madre, y se deja cuidar.
El niño es ingenuo, cándido, sencillo, límpido. Es un espejo.
No es poco lo que se nos propone. Por tanto, tratemos de adquirir este espíritu de infancia, uno de los más hermosos adornos del alma. Hay muchas ocasiones para ello. El niño obedece con toda sencillez.
No replicar; evitar tono brusco; andar altanero; aires pretenciosos; no eclipsar a los demás; no ser el centro de todo; no mortificar con mis burlas, mis maledicencias, mis críticas.
Cuanto más grandes a los ojos de Dios, más pequeños a los ojos del mundo.