- San TELESFORO, papa y mártir. Roma. Séptimo sucesor de los apóstoles. (136).
- Santos ARGEO, NARCISO y MARCELINO, mártires. Roma. (IV).
- Santos BASILIO MAGNO y GREGORIO NAZIANCENO, obispos y doctores. Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia, apodado el “Magno” por su doctrina. Enseñó a los monjes la meditación de la Escritura, el trabajo en la obediencia y la caridad fraterna, ordenando su vida según las reglas que él mismo redactó. Con sus escritos educó a los fieles y brilló por su trabajo pastoral en favor de los pobres. Gregorio, amigo suyo, fue obispo en Constantinopla. Y, finalmente, de Nacianzo. Defendió con vehemencia la divinidad del Verbo, y mereció por ello ser llamado “Teólogo”.
- San TEODORO, obispo. Marsella. Esforzándose en establecer la disciplina eclesiástica, fue objeto de persecución por parte de los reyes Childeberto y Guntramno, quienes le exiliaron por tres veces. (594).
- San BLADULFO, presbítero y monje. Emilia-Romaña. Discípulo de San Columbano. (630).
- San JUAN BUENO, obispo. Milán. Por su fe y sus buenas costumbres fue grato a Dios y a los hombres. (660).
- San VICENCIANO, eremita. Tulle, Aquitania. (672).
- San MAINQUINO, obispo. Luimneach, Irlanda. (VII).
- San ADALARDO, abad. Corbie. Dispuso las cosas para que todos tuviesen lo necesario, de modo que nadie abundase en los superfluo o pereciese por la miseria, y así dieran alabanza a Dios. (826).
- San AIRALDO, obispo. Saboya. Tanto en la soledad de Portes como en la sede de Maurienne, supo conciliar la prudencia del pastor con la austeridad y las costumbres de los cartujos. (1146).
- San SILVESTRE, abad. Troina, Sicilia. Vivió bajo la disciplina de los Santos Padres de Oriente. (s. XII).
- Beato MARCOLINO AMANNI, presbítero. Forlí. Dominico. En el silencio y la soledad, dedicó con gran sencillez toda su vida al servicio de los pobres y de los niños. (1397).
- Beata ESTEFANÍA QUINZANI, virgen. Soncino, Lombardía. Terciaria dominica. Dedicada enteramente a la contemplación de la Pasión del Señor y a la instrucción cristiana de las jóvenes. (1530).
- Beatos GUILLERMO REPIN y LORENZO BÂTARD, presbíteros y mártires. Angers. Fueron guillotinados durante la Revolución Francesa por su fidelidad. (1794).
Hoy recordamos especialmente a la Beata MARÍA ANA SOUREAU-BLONDIN
Esther Blondin, Hermana Marie-Anne, nace en Terrebonne (Québec, Canada), el 18 abril de 1809, dentro de una familia hondamente cristiana. Hereda de su madre una piedad centrada en la Providencia y la Eucaristía; de su padre, una fe sólida y una gran paciencia en el sufrimiento. Esther y su familia son víctimas del analfabetismo reinante en los medios canadienses-franceses del siglo XIX. En la edad de 22 años, se la contrata como doméstica al servicio de las Hermanas de la Congregación de Nuestra Señora recién llegadas en su pueblo. El año siguiente, se inscribe como interna con vistas a aprender a leer y escribir. Se la encuentra después en el noviciado de la misma Congregación, de donde saldrá sin embargo, a causa de su salud demasiado frágil.
En 1833, Esther se vuelve maestra de escuela en el pueblo de Vaudreuil. Allí, se da cuenta que un reglamento de la Iglesia prohibiendo a las mujeres enseñar a los niños y a los hombres a las niñas puede ser una causa del analfabetismo. Los curas, en la imposibilidad de financiar dos escuelas, elijen financiar ninguna. Y los jóvenes se sumen en la ignorancia, sin poder aprender el catecismo y hacer la primera comunión. En 1848, con la audacia del profeta movido por la llamada del Espíritu, Esther somete a su Obispo, Monseñor Ignace Bourget, el proyecto de fundar una Congregación religiosa para la educación de los niños pobres del campo, en escuelas mixtas. El proyecto es novador para la época. Incluso, parece temerario y subversivo del orden establecido. Pero, puesto que el Estado favorece este tipo de escuelas, el Obispo autoriza un intento modesto, para evitar un mal más grande.
La Congregación de las Hermanas de Santa Ana se funda en Vaudreuil, el 8 de septiembre de 1850. En adelante, Esther se llama Madre Marie-Anne. Está nombrada primera superiora. El crecimiento rápido de la joven Comunidad requiere muy pronto una mudanza. En el verano de 1853, el Obispo Bourget traslada la Casa madre a Saint-Jacques de Achigan. El nuevo Capellán, Louis-Adolphe Maréchal, va a meterse en la vida interna de la Comunidad, en una manera abusiva. En la ausencia de la Fundadora, él cambia el precio de la pensión de las alumnas. Y, cuando él debe ausentarse, las hermanas tienen que esperar su vuelta para confesarse. Después de un año de conflicto entre el Capellán y la Superiora muy preocupada por los derechos de sus hermanas, el Obispo Bourget piensa encontrar una solución. El 18 de agosto de 1854, manda a Madre Marie-Anne deponerse. Convoca las elecciones y exige de la Madre que no acepte el mandato de Superiora si las hermanas quieren reelegirla. Despojada del derecho que le da la Regla de la Comunidad, Madre Marie-Anne obedece al Obispo que es para ella el instrumento de la Voluntad de Dios sobre ella. Bendice mil veces a la Divina Providencia por la conducta materna que tiene para ella, haciéndola pasar por el camino de las tribulaciones y cruces.
Entonces, nombrada Directora del Convento de Sainte Geneviève, Madre Marie-Anne se vuelve un blanco de hostigamiento de parte de las nuevas Autoridades de la Casa madre, subyugadas por el despotismo del Capellán Maréchal. Con el pretexto de mala administración, se la llaman a la Casa madre en 1858, con la orden episcopal de tomar los medios para que no haga daño a nadie. Desde esa nueva destitución hasta su muerte, se la mantiene fuera de todas responsabilidades administrativas. Aun, se la aleja de las deliberaciones del Consejo general donde tendría que estar según las elecciones de 1872 y 1878. Asignada a los más oscuros trabajos de la lavandería y del planchado, lleva una vida de renuncia total, lo que asegura el crecimiento de su Congregación. Allí está la paradoja de su influencia: quisieron neutralizarla en el sótano oscuro del planchado de la Casa madre, pero muchas generaciones de novicias recibirán de la Fundadora ejemplos de humildad y de caridad heroica. Una vez, una novicia se asombró en ver a la Fundadora mantenida en tan humildes trabajos y se le pidió la razón a la Madre. Ella contesto con calma: Más un árbol hunde sus raíces en el suelo, más posibilidad tiene de crecer y producir frutos.
La actitud de Madre Marie-Anne frente a las situaciones injustas, siendo ella víctima de ellas, nos permite descubrir el sentido evangélico que ella supo dar a los acontecimientos de su vida. Como Cristo apasionado por la gloria de su Padre, ella no buscó otra cosa en todo que la gloria de Dios, lo que es el fin de su Comunidad. Dar a conocer el Buen Dios a los jóvenes que no tenían la felicidad de conocerle era para ella el medio privilegiado de trabajar a la gloria de Dios. Despojada de sus más legítimos derechos, espoliada de su correspondencia personal con su Obispo, ella cede todo sin resistencia, esperando de Dios el desenlace de todo, sabiendo que Él en su Sabiduría sabrá discernir lo verdadero de lo falso y recompensar a cada uno según sus obras.
Las Autoridades que le sucedieron prohibieron llamarla Madre. Madre Marie-Anne no se aferra celosamente a su título de Fundadora. Mas bien, acepta su anonadamiento como Jesús su Amor crucificado, a fin de que viva su Comunidad. Sin embargo, no abdica su vocación de madre espiritual de su Congregación; se ofrece a Dios para expiar el mal cometido en su Comunidad; todo los días, pide a Santa Ana en favor de sus hijas espirituales, las virtudes necesarias a las educadoras cristianas.
Al igual que todo profeta investido por una misión en favor de los suyos, Madre Marie-Anne vivió la persecución, perdonando sin restricción, pues estaba convencida que hay más felicidad en perdonar que en vengarse. Este perdón evangélico era para ella la garantía de la paz del alma que ella consideraba como «el más precioso bien». Dio un último testimonio de eso en su lecho de agonía cuando pidió a su superiora llamar al Padre Maréchal para edificar a las Hermanas.
Frente a la muerte, Madre Marie-Anne deja a sus hijas a manera de testamento espiritual, estas palabras que resumen su vida: Que la Eucaristía y el abandono a la Voluntad de Dios sean vuestro cielo en la tierra. Entonces se apagó apaciblemente en la Casa madre de Lachine, el 2 de enero de 1890, feliz de irse donde el Buen Dios que ella había servido toda su vida.